jueves, 19 de diciembre de 2013

Por una educación democrática

           
No es que el reciente informe de Pisa, que coloca al Perú en el último lugar de comprensión de lectura, matemática y ciencia, sea infalible, ningún informe lo es, pero no es necesario que exista ese informe para saber que la desigualdad en la educación de nuestro país es cada vez más concreta y más arbitraria. Lo importante es que esta noticia nos invite a una reflexión de largo alcance, no tan solo a una enmienda, a un cuestionamiento de todo el aparato educativo. A estas alturas, tal vez se imponga una voluntad política de cambio. Se acaba de reemplazar la ANR  (Asociación nacional de rectores) por la SUNEU (Superintendencia nacional de educación univeristaria), que está conformada por autoridades académicas y representantes del sector empresarial, se adivina que para "encaminar" sutilmente a los estudiantes hacia las carreras "más rentables". ¿Y qué tiene que ver el Estado en todo esto? Hay muchas razones para exigir que un gobierno garantice una educación gratuita y de calidad, que la economía no someta al conjunto de la sociedad a las reglas depredadoras de la especulación y la ganancia, que las instituciones mantengan un diálogo con las necesidades de la mayoría. Hay demasiadas razones para que un país, con el la importancia histórica que posee el Perú, pueda exigir que su gobierno asuma un rol activo en la recuperación de la calidad de la enseñanza y convoque a un debate nacional sobre nuevos valores educativos. Se puede, y se debe reivindicar, el derecho de todo ciudadano y ciudadana a una educación gratuita y de calidad. Es terrible seguir aceptando pasivamente que los jóvenes de nuestro país sigan siendo la víctimas de la ambición desmedida de la economía liberal dominante, que la educación sea un negocio y no un pacto social con la población, que sea otra forma más de la reproducción de las desigualdades enquistadas en la estructura social, resultado de la creencia de que existe "una selección natural": aquel o aquella que es más audaz, y más inteligente para adaptarse a las reglas de la oferta y la demanda, tendrá más posibilidades de salir adelante. Sabemos, si observamos a nuestro país dentro de una comunidad de países , que se trata de una especie de propaganda engañosa que convierte a la educación en otro producto más del mercado. Solo sirve para mantaner expectactivas que luego serán insatisfechas aumentando el número de generaciones desorientadas destinadas a la exclusión y a la precariedad. El colegio, la universidad, no pueden seguir reproduciendo una "sociedad de excluidos", existe la obligación moral de hacer de la educación una herramienta de emancipación y no de dominación, crear ciudadanía y no seres pasivos en función de ambiciones empresariales  a las que  se entrega sin remordimiento el futuro de nuestra población más joven.
La meritocracia no debería ser la regla entre los jóvenes (en una sociedad de desiguales es la discriminación asegurada),  estimula la competencia y  alimenta la desigualdad a costa de aquellos y aquellas que provienen de sectores más marginados, con familias desarticuladas, fruto de la violencia de la economía neo-liberal.  Por otra parte, el problema de la lectura es un problema grave al significar que si no leemos, no podemos comprender en mundo en el cual vivimos. No solo se trata de promover una educación más diversa, que comparta valores comunes de igualdad entre semejantes, sino una educación que recupere también el valor de nuestras culturas ancestrales, una sabiduría que está en capacidad de alimentar la noción de civilización, que no es otra cosa que la vida compartida entre todos y todas en igualdad plena y no figurada ni simbólica. Tenemos y podemos salir de ese mito de que la ganancia genera equilibrio social, moral, bienestar. En el mundo entero la crisis es de valores y paradigmas de lo que significa "civilización", y por eso, las instituciones no pueden fijarse en el tiempo, están obligadas a seguir los cambios de su época. En ese sentido la educación en nuestro país es una reproducción de estado de cosas actual, de sus crueles divisiones sociales, de sus exclusiones y olvidos históricos. Se están formando castas con un criterio que no es humano, sino más próximo del reino animal: el más fuerte se impone.
Para una reforma profunda es necesario, además de valorar nuestra propia historia, tal vez escribirla de "otra manera", encontrar ángulos menos estereotipados que los de la "Marca Perú" que impone la lógica del consumo. Una vez que el objeto es la caricatura de sí mismo, pierde sentido y valor humano (se hace abstracto), se le desecha. Es la realidad folklórica animada por una mirada que viene de fuera no del interior, viene del mercado, del "cómo nos ven", y no "cómo nos vemos". Si la educación no transforma es porque no cree en la igualdad de sus ciudadanos y mantiene vivos los mitos de las diferencias esenciales por tipo de piel, origen y género. Se puede empezar por una democratización verdadera, por cambiar nuestros métodos para interpretar nuestra historia y nuestras fuentes. Ir al centro de las cosas.  Para una democratización de la enseñanza podemos aplicar el principio de igualdad, que debería estar garantizado con el libre acceso a la enseñanza, pero "libre" significa que la mejor educación sea gratuita y no pagada. Es necesario emtonces que nuestras instituciones y nuestro gobierno estén dispuestos a ser mediadores,  facilitadores de esta transformación urgente. La economía no puede ni debe seguir dominando a nuestra sociedad, ella no puede gobernar ante nuestra impasibilidad, que baja los brazos ante la amenaza de que, si se reclama igualdad surge "la horrible amenaza comunista", que si levantas la voz, es un atentado a la democracia y a la libre empresa (sic).  Una de las armas más eficaces para combatir la desigualdad es la educación, lo sabemos todos, y todas, y por eso es la preocupación menor en los sectores denominados como emergentes; la economía el primero de todos.
La educación que tenemos sigue pensándose como un privilegio (una ascensión social en lugar de una inclusión) no como un derecho. Hace tiempo que esto pudo llevarnos a una verdadera revolución de ideas sobre su significado, a no repetir los mismos clichés, a atrevernos a pensar y confiar en que la educación es un arma de independencia  y no de alienación. Las instituciones educativas  son también el lugar donde el conocimiento es interpretado bajo los valores del mercado, como arma de poder y no de libre acceso al conocimiento y las ideas, es otra forma de sometimiento y de humillación, el que sabe más sobre el que sabe (supuestamente) menos. Los profesores y profesoras son infantilizados, se les trata como "incapaces" y se les somete al escarnio y a la verguenza pública con métodos de evaluación que no son dignos de una democracia. No hay ciudadanos ni ciudadanas porque la educación no forma personas, salvo individuos que se inscriben únicamente en la colectividad de las redes sociales y la de los dispositivos electrónicos, computadoras, Ipods, etc... Y todos los signos de distinción y privilegio que la universidad reproduce al no considerarse ella misma como un servicio a la comunidad sino como una renta, un alquiler de saberes  a un precio muy alto. Si es que ignoramos una noción  básica de igualdad y de respeto por el ciudadano o ciudadana que vive en el lugar más apartado de nuestro país, por su cultura, por su idioma, no podemos seguir considerándonos un país, reunidos en un proyecto común, con pactos claros, si no una especie de feria donde todo se seguirá vendiendo al mejor postor, incluyendo el futuro de las nuevas generaciones. De hecho, todos y todas estamos en capacidad de pensar esta situación y movilizarnos desde la casa, desde nuestro trabajo, a través de cada persona que nos escucha, para hacer oír esta petición de la urgencia de un debate nacional sobre nuestra educación. Es un derecho fundamental.



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