Tener que escribir no es algo sencillo, no. Escribir es asumir la
responsabilidad de hacerlo, es como si una escritura (marcas), que están inscritas
en alguna parte de nuestra memoria, desearan hacerse visibles, empujando por
salir convertidas en un objeto, un libro. Estamos en un tiempo en que muchas
cosas han cambiado para el común de las personas, las nociones de espacio y
tiempo, el espacio geográfico es ahora mucho más subjetivo y tirano. Las redes
sociales los han ampliado ad infinitum,
el mundo parece vasto y pequeño. Yo creo que no estamos tomando en cuenta este
aspecto, la disposición del texto (y de su duración al ser leído, el tiempo que
se le pueda dedicar), es también una nueva medida de tiempo con la que cada
persona acepta recorrerse : se ve recortada, impelida al diálogo corto,
ausente, obligada a afirmarse en sus percepciones, no sé si más autónoma, pero
sí más cerrada sobre sí misma. Más autocentrada. El poder adquisitivo se hace
concreto en la capacidad de rodearse de todos estos dispositivos que crean
redes virtuales extendiendo nuestra presencia invisible donde el cuerpo está
ausente.
Si Stéphane Mallarmé pensó que la escritura llegaba a sus límites (el
espacio en blanco como el abismo del texto), creo que ahora deberíamos
plantearnos el problema de cómo es posible recordar y de si, la memoria, como
la entendíamos hasta el siglo XIX, tiene aun sentido. Recordar no es tratar de
recrear muchas veces, sino juntar dispositivos, imágenes y textos que nos
vienen de fuera. Y tal vez nuestro esfuerzo sea cada vez más laxo, nuestra
conciencia más ociosa. La escritura que casi siempre se ha mantenido en
contacto con el insconsciente, con el mundo de los sueños, está mucho más invadida por el mundo de
afuera. Pienso por ejemplo cómo en este momento es casi imposible soñar (el
antropólogo Marc Augé decía que en Europa la gente casi no sueña, es muy raro
que alguien hable de sus sueños), es como si ese espacio, que Freud llamó insconciente se hubiera convertido en
una conciencia colectiva inmediata en la que una persona, sus sentidos, no
pueden alcanzan a poner un orden personal. Estamos habladoAs por otroAs más que
por nuestroas propios sentidos y lenguajes. La presencia exterior es demasiado
fuerte e intensa como para poder dejar que ese espacio interior, llenos de
simbologías y de acomodamientos veloces con la realidad, pueda emerger. Es una
tecnicidad la que funciona, y luego, la perfomance, la actuación, más que el
sentido íntimo de nuestras vidas. Hace unos días le decía a un amigo que para
escribir es necesario dejar que ese espacio emerja, salir de la comunicación,
de lo meramente social (el uso de la palabra que no es lo mismo que el
lenguaje), para internarse en el mundo de los sueños, del desorden de los
sueños y dejar la puerta abierta para que los significantes signifiquen otras cosas.
Creo que esto, ahora, es casi imposible. No hemos vivido nunca una época tan estandarizada
y más alienada que la que vivimos. Y la lucha es feroz, violentísima, contra esa marea formateada, aseptizada que
entrena y somete a las conciencias. El trabajo es casi imposible, es una
botella al mar que casi nadie va a recoger porque no la ve o no tiene tiempo. Estamos
encerradoas en nuestra propia imagen y no logramos salir de ella. !Nuestro pulmón
es artificial!
Ahora, recordar, y tratar de recordar bien, es otra tarea. No sé cómo
se puede hacer ese trabajo sin tomar en cuenta los vacíos de sentido que todo
lenguaje posee, sus diferentes mutaciones, incluso, sus patologías. Es cierto
que hemos vivido hasta ahora con una influencia "positivista" del
lenguaje (al menos en América Latina domina esta idea), y que nos hemos hecho
pocas preguntas sobre su capacidad de reflejar la realidad "tal y como
es", es decir, sobre su alcance semántico. Esto nos viene desde la
religión y la educación que sigue atrapada en las transacciones de poder y los
monopolios en la educación y la información. ¿Qué tenemos que hacer nosotroas como
escritoras en esto? Tal vez seamos las únicas personas en capacidad de
desenmarañar esa larga cadena de servidumbres que crea nuestro lenguaje,
empezando por nosotras, las mujeres. Por ejemplo es difícil imaginar la
despersonalización que produce hablar un "cierto idioma", hablar el
lenguaje de quien domina, reproducir los mismos valores. No tenemos en realidad
lenguaje. En sociedades sometidas y fragmentadas el idioma divide, clasifica
manteniendo las mismas divisiones sociales, los mismos estereotipos, se nutre
de ellos y los convierte en capital simbólico. Es otra economía la del
lenguaje, más perversa, más sutil. Todos estos "usos del lenguaje"
están lejos de las necesidades y los sentimientos de aquelloAs que los hablan.
Esta sensación se internaliza en el instante en que decidimos expresarnos por
escrito, muchas veces es un freno para decidirse a escribir. ¿Puedo escribir
como hablo? De hecho, al escribir, no podremos escribir como hablamos. La
literatura vernacular reproduce el habla, la convierte en imagen de sí misma,
casi la petrifica. En este aspecto no tengo las cosas claras, no me atrevería a
decir qué es literario y qué no, pero sí a decir que la literatura se separa
siempre de la realidad, que no devuelve nunca lo que toma si no que lo
transforma y, muchas veces, lo deforma.
No recuerdo la cantidad de veces
que me he oído hablando con expresiones que me despersonalizan, que no son de
mi ámbito afectivo y que me han representado claramente mi desarraigo. Para
escribir, tengo que inscribir la vida. De alguna manera me asalta la misma
ansiedad que a Simone de Beavoir, tengo que ir registrando lo que voy viendo,
pero esa tarea es más cruel cuando se desconfía del código en el que se escribe.
Al hablar nuestras preocupaciones son distintas que las que nos invanden cuando
decidimos que vamos a escribir. Es ahí cuando empieza el infierno.
Y es ahí donde empieza la escritura para mí.
La deuda.
Creo que escribir se hace sumamente moral bajo esta sensación de deuda,
de tener que decir algo, de buscar estar cerca de una verdad, de ser honesta.
Aunque la realidad sea fragmentada, la necesidad de autenticidad crea un
vínculo apasionado con el lector o la lectora, lo convierte en un valor absoluto,
alguien a quien se le debe entregar todo.
La escritura es el primer síntoma de la separación del grupo, de la
separación de la madre y la ruptura con la autoridad paterna. Si el lenguaje no
refleja la realidad, se convierte en un problema, se hace sujeto. El problema
más grave en nuestro tiempo es la representación, el "cómo" nos vamos
a representar las cosas, la lucha contra las colonizaciones de conciencia para salir de los "sociolectos"
(formas de hablar populares) y pasar al "idiolecto", forma de hablar
particular. El estilo no es solo una cuestión de forma, es una posición
política y moral.
Hablar el idioma de la dominación, de la mayoría, no significa hablar
en el idioma de la mayoría, sino "de una forma de hablar de esa
mayoría" que se impone en el mercado con su marca de prestigio y todo la
perversidad de nuestra sociedad de consumo. La escritura es la lengua de las
minorías, de la neurosis de la identidad como mujer, como sujeto, de su casi
inexistencia.
Texto publicado en La mula.pe
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