La habitación
en llamas de Virginia Woolf
Mi primer
encuentro con Virginia Woolf fue en una biblioteca del Instituto
peruano-británico. Como cualquier chica de mi edad, estaba más concentrada en
la vida social, aunque ansiosa por descubrir autoras después de haber leído finalmente
a las hermanas Bronte y a Jane Austen. Solitaria, buscaba guías, referencias,
sentía que el ambiente limeño era asfixiante. Me encontré con Las olas en versión original y, lo
primero que pensé fue, Si se puede escribir así, todo está permitido. Había
libertad en la forma, además de una manera de enfrentarse con la realidad que
me parecía casi visual, plástica, sensible, una carne que latía lentamente al
contacto con los ojos. Me sentía frente a un cuadro impresionista. Creo que
también pensé, por fin una autora que se rebela contra un modelo dominante, por
fin, alguien que puede señalarme cómo escapar de la tortura de no ser más que
una prótesis en un mundo de mayoría masculina, una acompañante, una voz que
balbucea cuando no puede ser clara e imponerse. Solo una reinscripción del
mundo parecía prometer el final de una separación eterna entre los dos sexos, y
ella me proponía una forma distinta de
verme en medio de esa guerra. A esa lectura, le siguieron otras, la de su diario
de escritora, La señora Dalloway, El faro, Orlando, La habitación de
Jacob, Las tres guineas, La habitación propia, y Entre actos. Tengo una cierta deuda con
Virginia Woolf, por ella, podría decir que empecé a escribir. Su imagen de
mujer en completa ruptura con su época, catalizadora de su tiempo, capaz de dejar ver
en lo que fue escribiendo un mundo interior que no logró unirse con el mundo
afectivo, que siempre se buscó en el lenguaje (su devenir como escritora), es
decir, su rebelión, su locura, hicieron que se convirtiese en “un modelo de mujer”. Banal decir que
Virginia tenía una imagen de sí misma poco valorada, aunque su mundo interior
reventase de signos de vida, de referentes y representaciones que no encajaban
con la representación rígida, sometida y castrada, que le mostraba el mundo
exterior. ¿Fue esa la razón de su locura? Tal vez, siempre he sentido que su
escritura nunca pudo llegar a estar habitada por ella, que siempre vagó a la
búsqueda de un ser ausente que se entregaba a ese vacío existencial que revela la
frase del comienzo de La Señora Dalloway
yendo a comprar flores, un hecho ínfimo que descubre el lado absurdo de la
vida, la violencia, y la supervivencia inmediata de estos gestos. Sin embargo
todo en ella habla el mundo y el tiempo que le tocó vivir, Freud y su teoría
sexual, la promesa de la libertad dentro de un conflicto binario, el placer y
la ley, una memoria pesada, dolorosa, que regresa siempre a buscar a su presa:
la locura. Virginia ve el anuncio de la
guerra como una regresión en la historia que anuncia tiempos de muerte y como
la culminación de la violencia que gobierna las relaciones entre los dos sexos,
hay que inscribir esas marcas del tiempo en la propia historia, lograr salvarse
al crear una escritura, apartándose de la mirada cortante de los demás (el
cuchillo como imagen es recurrente), como otras escritoras: Charlotte Bronte,
Emily, Jane Austen… ella misma. ¿No se escondía de todo el mundo y esperaba el
reconocimiento de los demás como una salvación? Por eso su escritura me parece existencialista,
casi fenomenológica, en forma de fragmentos que se asoman al abismo de no ser
nada, o no saber si es “alguien”, a través de lo que ella llamaba “chocs
emocionales” y que entran en el interior de forma constante como olas que lavan
por dentro para seguir su curso, navegar. Su fluir es continuo como ella misma
que recorre su propio mundo londinense y todavía victoriano sin lograr
enraizarse. Ser sedentaria, significa una forma de muerte, además Virginia conoce
esa muerte interior que es la locura, esa desfiguración de la realidad
constante que la asedió siempre y que le producía terror.
¿Feminista Virginia? Militante
por la libertad de las mujeres, aunque nunca encuentre “una esencia femenina” y
termine diciendo que esa esencia se
define en la lucha de fuerzas, en una búsqueda por la independencia, que
empieza con la autonomía económica, tan difícil de conseguir, y que plantea de
forma rotunda en Una habitación propia. La poética de la autora se convierte entonces
en una política que plantea la recuperación de esos estados de “not being” que
la vida como ser sexuado le ha impuesto. ¿Andrógina cuando escribe? Posiblemente
el único instante en que abandona la división y está sola con su propia imagen,
sin nadie que le reproche ser como es: Las
mujeres viven como murciélago o búhos, trabajan como bestias y mueren como
gusanos, escribe en Una habitación
propia. No estudió, no tuvo hijos, no dio conferencias, se aferró a una vida
organizada y burguesa con un hombre que mantuvo en secreto detalles personales,
que expurgó su diario, que controló la imagen que dejaría después de muerta con
un celo y una autoridad dignas de un carcelero. Para poder recuperar la vida y la
cordura, es necesario escribir: Nada
existe si no lo inscribo. Una vida en escenas dramáticas: una madre que
muere muy pronto, un padre ideal, una posible violación del hermano, el esposo
que se disfraza de ángel guardián y que se cuidará toda su vida de aparecer
como un profundo depresivo que intenta varias veces el suicidio, a lo mejor la
verdadera biografía que escribirá, casi dictada por la autora a su sobrino
Quentin Bell, y que ha servido para que Viviane Forrestier[1]
defienda la idea de que Leonard Woolf privó a Virginia de verse como una mujer
normal, señalada como una histérica, una mujer que fue desconociéndose tanto en
esa mirada, que terminó perdiéndose para siempre. Una vida en llamas, tan dependiente
de la crítica que valida siempre su salud mental y su razón de ser, una
existencia bajo la culpa de no haber sido madre, con el pretexto de apartarla
de la locura, de haber sido frígida, cuando era Leonard quien desistió del más
mínimo contacto con ella. Coincidencias, repeticiones en el perfil con
alfileres de una escritora. Muy joven, ella
escribe: Tener 29 años y no estar casada,
ser una fracasada, sin hijos, loca, y no una escritora. Recuerdo que me
molestaban las continuas quejas en su diario por no estar casada, Virginia,
aceptaba la presión social, se fragmentaba y debía volver a pegar los pedazos
cuando escribía para que la imagen en el espejo no se rompiese del todo. A lo
mejor nunca mató, como prometió, “al ángel en la casa”, ¿tendría que
responsabilizarla? No creo, su voz nos llega, setenta años después de haber
llenado sus bolsillos de piedras y lanzarse al río, apoyada en el poder de un
idioma, el inglés, recordándonos que aunque no hubiese llegado a encontrarse siempre
consigo misma, los libros son el testimonio de ese largo paseo por la vida.
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