viernes, 30 de agosto de 2013

La habitación en llamas de Virginia Woolf


La habitación en llamas de Virginia Woolf

Mi primer encuentro con Virginia Woolf fue en una biblioteca del Instituto peruano-británico. Como cualquier chica de mi edad, estaba más concentrada en la vida social, aunque ansiosa por descubrir autoras después de haber leído finalmente a las hermanas Bronte y a Jane Austen. Solitaria, buscaba guías, referencias, sentía que el ambiente limeño era asfixiante. Me encontré con Las olas en versión original y, lo primero que pensé fue, Si se puede  escribir así, todo está permitido. Había libertad en la forma, además de una manera de enfrentarse con la realidad que me parecía casi visual, plástica, sensible, una carne que latía lentamente al contacto con los ojos. Me sentía frente a un cuadro impresionista. Creo que también pensé, por fin una autora que se rebela contra un modelo dominante, por fin, alguien que puede señalarme cómo escapar de la tortura de no ser más que una prótesis en un mundo de mayoría masculina, una acompañante, una voz que balbucea cuando no puede ser clara e imponerse. Solo una reinscripción del mundo parecía prometer el final de una separación eterna entre los dos sexos, y ella me proponía una forma  distinta de verme en medio de esa guerra. A esa lectura, le siguieron otras, la de su diario de escritora, La señora Dalloway, El faro, Orlando, La habitación de Jacob, Las tres guineas, La habitación propia, y Entre actos. Tengo una cierta deuda con Virginia Woolf, por ella, podría decir que empecé a escribir. Su imagen de mujer en completa ruptura con su época,  catalizadora de su tiempo, capaz de dejar ver en lo que fue escribiendo un mundo interior que no logró unirse con el mundo afectivo, que siempre se buscó en el  lenguaje (su devenir como escritora), es decir, su rebelión, su locura, hicieron que se convirtiese  en “un modelo de mujer”. Banal decir que Virginia tenía una imagen de sí misma poco valorada, aunque su mundo interior reventase de signos de vida, de referentes y representaciones que no encajaban con la representación rígida, sometida y castrada, que le mostraba el mundo exterior. ¿Fue esa la razón de su locura? Tal vez, siempre he sentido que su escritura nunca pudo llegar a estar habitada por ella, que siempre vagó a la búsqueda de un ser ausente que se entregaba a ese vacío existencial que revela la frase del comienzo de La Señora Dalloway yendo a comprar flores, un hecho ínfimo que descubre el lado absurdo de la vida, la violencia, y la supervivencia inmediata de estos gestos. Sin embargo todo en ella habla el mundo y el tiempo que le tocó vivir, Freud y su teoría sexual, la promesa de la libertad dentro de un conflicto binario, el placer y la ley, una memoria pesada, dolorosa, que regresa siempre a buscar a su presa: la locura.  Virginia ve el anuncio de la guerra como una regresión en la historia que anuncia tiempos de muerte y como la culminación de la violencia que gobierna las relaciones entre los dos sexos, hay que inscribir esas marcas del tiempo en la propia historia, lograr salvarse al crear una escritura, apartándose de la mirada cortante de los demás (el cuchillo como imagen es recurrente), como otras escritoras: Charlotte Bronte, Emily, Jane Austen… ella misma. ¿No se escondía de todo el mundo y esperaba el reconocimiento de los demás como una salvación? Por eso su escritura me parece existencialista, casi fenomenológica, en forma de fragmentos que se asoman al abismo de no ser nada, o no saber si es “alguien”, a través de lo que ella llamaba “chocs emocionales” y que entran en el interior de forma constante como olas que lavan por dentro para seguir su curso, navegar. Su fluir es continuo como ella misma que recorre su propio mundo londinense y todavía victoriano sin lograr enraizarse. Ser sedentaria, significa una forma de muerte, además Virginia conoce esa muerte interior que es la locura, esa desfiguración de la realidad constante que la asedió siempre y que le producía terror.
¿Feminista Virginia? Militante por la libertad de las mujeres, aunque nunca encuentre “una esencia femenina” y termine  diciendo que esa esencia se define en la lucha de fuerzas, en una búsqueda por la independencia, que empieza con la autonomía económica, tan difícil de conseguir, y que plantea de forma rotunda  en Una habitación propia. La poética de la autora se convierte entonces en una política que plantea la recuperación de esos estados de “not being” que la vida como ser sexuado le ha impuesto. ¿Andrógina cuando escribe? Posiblemente el único instante en que abandona la división y está sola con su propia imagen, sin nadie que le reproche ser como es: Las mujeres viven como murciélago o búhos, trabajan como bestias y mueren como gusanos, escribe en Una habitación propia. No estudió, no tuvo hijos, no dio conferencias, se aferró a una vida organizada y burguesa con un hombre que mantuvo en secreto detalles personales, que expurgó su diario, que controló la imagen que dejaría después de muerta con un celo y una autoridad dignas de un carcelero. Para poder recuperar la vida y la cordura, es necesario escribir: Nada existe si no lo inscribo. Una vida en escenas dramáticas: una madre que muere muy pronto, un padre ideal, una posible violación del hermano, el esposo que se disfraza de ángel guardián y que se cuidará toda su vida de aparecer como un profundo depresivo que intenta varias veces el suicidio, a lo mejor la verdadera biografía que escribirá, casi dictada por la autora a su sobrino Quentin Bell, y que ha servido para que Viviane Forrestier[1] defienda la idea de que Leonard Woolf privó a Virginia de verse como una mujer normal, señalada como una histérica, una mujer que fue desconociéndose tanto en esa mirada, que terminó perdiéndose para siempre. Una vida en llamas, tan dependiente de la crítica que valida siempre su salud mental y su razón de ser, una existencia bajo la culpa de no haber sido madre, con el pretexto de apartarla de la locura, de haber sido frígida, cuando era Leonard quien desistió del más mínimo contacto con ella. Coincidencias, repeticiones en el perfil con alfileres de  una escritora. Muy joven, ella escribe: Tener 29 años y no estar casada, ser una fracasada, sin hijos, loca, y no una escritora. Recuerdo que me molestaban las continuas quejas en su diario por no estar casada, Virginia, aceptaba la presión social, se fragmentaba y debía volver a pegar los pedazos cuando escribía para que la imagen en el espejo no se rompiese del todo. A lo mejor nunca mató, como prometió, “al ángel en la casa”, ¿tendría que responsabilizarla? No creo, su voz nos llega, setenta años después de haber llenado sus bolsillos de piedras y lanzarse al río, apoyada en el poder de un idioma, el inglés, recordándonos que aunque no hubiese llegado a encontrarse siempre consigo misma, los libros son el testimonio de ese largo paseo por la vida.



[1] Virginia Woolf, Viviane Forrester, Albin Michel 2009.

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